Se acercaba una tormenta. Una tormenta cargada de ira y de ganas de llevarse por delante cuantos maderos pudiera. Pero nadie lo sabía, y en el puerto los marineros comenzaban a desperezarse para proseguir con su misma rutina. El sol salió instantes después y brilló como nunca aquel día, siendo sus rayos crueles mensajeros que mentían a los habitantes, ocultando lo que estaba por suceder. El mar se hallaba sumido todavía en un oneroso sueño, y no pudo hacer más que observar impotente cómo su aparente calma animaba a los marinos a adentrarse en las aguas, firmando así su sentencia. En el horizonte los montes aguardaban con indiferencia a poder presenciar la debacle, mientras a sus espaldas germinaban y se congregaban las volátiles asaltantes del cielo.
Los caulículos de la tormenta iban expandiéndose de forma apenas perceptible, danzando al compás de la obra que Inés llevaba componiendo desde la madrugada. Había conseguido transcribir la melodía que había resonado en su cabeza durante el día anterior; ésta era de un tono azulado brillante, como el del topacio, e iba moviéndose con parsimonia a través de un acompañamiento, que con prolijos ataques placados similares al oscuro Lapislázuli, iba acariciando el llanto de la melodía. Inés ponía toda su concentración al servicio del perfilado y sombreado de las partes de su composición, cuidando que no hubiera lugar a errores y los planos sonoros pudieran apreciarse con claridad. Conforme se desenvolvía la música, modulaba a otras tonalidades, proporcionándole a la melodía una mayor diversidad de tonos por los que fluctuar, claros y oscuros, aunque todos ellos terriblemente fríos. Finalmente, la melodía languideció hasta transformarse en un lastimero sollozo que tardó en desvanecerse unos instantes. Había terminado.
Inés se reclinó en el respaldo agotada y cerró los ojos para descansar la vista. Suspiró. Componer durante tantas horas seguidas requería mucho esfuerzo. Varios mechones de su flequillo tiznado se habían adherido a su pálida frente por un sudor frío, y lo que a priori fue un moño improvisado ahora no era más que un revoltijo desordenado de pelos a punto de liberarse de la goma. En resumen, estaba hecha un pequeño desastre.
Se frotó los ojos y alzó la vista preparada para contemplar lo que había concluido, con cierto deje de nervios por si el resultado no era el que ella había esperado. Observó el lienzo con todas sus pequeñas y minuciosas trazas, el rastro del lento y delicado vals de su pincel. E instantáneamente la música empezó a sonar. La delicada aparición de las cuerdas salpicada con alguna intervención del arpa, luego los vientos… Cada curva o giro incongruente que el azul topacio había dado, adquiría sentido cuando se correspondía con una modulación inesperada, o una simple floritura. Inés fue escrutando cada detalle del cuadro embelesada por el danzante movimiento de su melancólico vals, que colmaba todos los rincones de su mente. Cuando la estela de la melodía cesó y el acompañamiento se suavizó hasta desaparecer, su pequeña obra de arte se apagó. El silencio volvió a colarse en la habitación. Un silencio que en realidad siempre había estado allí, pero que sólo en la mente de Inés había sido interrumpido por el inicio de la pequeña pieza.
Con una sonrisa cansada, Inés se levantó y salió de la estancia. Recorrió escasos pasillos hacia la salida, con la intención de caminar por la playa y despejarse. La gran mayoría de los muebles eran blancos, al igual que los azulejos, las paredes, el techo… Todo. Y además estaban impecablemente limpios. No es que Inés tuviera una personalidad especialmente pulcra, si no que cada mácula, por pequeña que fuera, sonaba. Y cada color, dependiendo de su intensidad, trompeteaba con bravura o susurraba con sutileza. El blanco, al ser el origen de todos los colores tenía el don de silenciarlos. No había tapones que frenaran aquel incesante bajo continuo, ya que sólo se oía en la mente sinestésica de Inés.
Su infancia había sido marcada por no pocas anécdotas curiosas y encantadoras, aunque también la soledad y la incomprensión habían sido de sus más fieles compańeras. A su madre siempre le había gustado recordar aquella vez en que le regaló por su cumpleaños un juego de bloques de colores que tenían números y letras escritos, el típico juego de construcciones. Inés después de haber jugado un rato con su nuevo juguete lo había abandonado en un rincón visiblemente irritada. Cuando sus padres le preguntaron por el motivo de aquel berrinche ella respondía: “¡Es que está mal hecho! La A es de color rojo, no verde; la S es gris, no morada; ¡y el bloque amarillo chillón no deja de hacer ruido!”
Además de aquellas facultades que la genética le había regalado, demostró tener dotes para la memorización y una mente analítica muy eficaz, las cuales consiguieron que se ganara el rechazo de la mayoría de los estudiantes al pasar varias veces a cursos superiores. Inés siempre había preferido estar sola o con un par de amigos íntimos, ya que de otro modo el agobio le impedía disfrutar de la compañía. Todavía recordaba la última vez que se había aventurado a asistir a una fiesta que se celebraba en una discoteca no muy grande. Cuando no habían pasado ni 10 minutos tuvo que irse de allí inmediatamente sin tener la oportunidad de explicarse. La música retumbaba en las paredes y se mezclaba con el frenético bailoteo de colores chillones que seguían el monótono ritmo atronador. Que el local estuviera abarrotado sólo agravaba la situación, incluso pudo degustar una fuerte acidez mientras se escabullía de allí al borde del ataque de ansiedad.
Inés muchas veces habría vendido aquellos síntomas sinestésicos por un oído mal entrenado, o por una vista menos exigente; aunque tras la escucha de una obra clásica o la contemplación de alguna buena exposición de cuadros o esculturas, disfrutaba tanto que se arrepentía de haber llegado siquiera a pensar en ello.
En cualquier caso, ya fuera un valioso don o un pesado fardo sobre los hombros, transformaba los sentidos de Inés en los receptores sensoriales más sensibles que se habían visto nunca, y ellos eran los únicos capaces de detectar la futura presencia de la muerte sobre el océano a tiempo para remediar el desastre. Pero nadie lo sabía, e Inés paseaba disfrutando del arrullo del oleaje, del colorido canto de las gaviotas, y del dulce contacto con la arena de la orilla.
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