Miro tras la ventana con terca obstinación. En silencio y rígida concentración. De repente, un estruendoso y espectral aviso por megafonía disipa toda la intensidad de mi pensamiento. Un fallo en los altavoces hace que difícilmente se distinga el nombre de la estación a la que el tren está por llegar. Las palabras naufragan en un abusivo mar de ruido blanco que hace que todos los asépticos pasajeros nos removamos a disgusto en los sillones. Este gesto destella como un fugaz instante de sentimiento colectivo, porque el resto del trayecto cada uno ha andado ensimismado con lo suyo. Se cuenta, a veces con amargura, que antes se hablaba con desconocidos en los vagones. Yo recuerdo así los trenes desde que los uso, pulcros y silenciosos. Y aunque alguna vez he conocido a personas dispares y maravillosas en mis viajes, me confieso culpable de disfrutar de esta atmósfera aséptica, casi como la cautelosa y desinfectante de un hospital. No sé si es algo sano; hace ya años desde que asumí que nos ha tocado vivir una sobredosis tecnológica y solipsista. Tal vez para vacunarnos para años que vienen. Tal vez para cambiar nuestro estilo de vida para siempre.
En esta nueva distopía, aprovecho el extraño aislamiento social del vagón para mirar por la ventana, tal y como estaba haciendo absorta hace un momento, hasta la interrupción de la megafonía. La velocidad a la que las colinas ondean invitan a mi pensamiento a correr y volar mientras mi cuerpo reposa. Así, suelo enredarme una y otra vez en rudas redes de pensamientos que una vez sí, y la otra también, me amordazan y oprimen, al tratar de encontrarles una solución o porvenir. Deambulo atontada por callejones sin salida diseñados por mis contradicciones. Pero sigo y sigo envalentonada bajo la vigilante mirada del sol, que me ve pasar a toda velocidad a través de los valles.
Son frecuentemente horas de batalla. De depresión y angustia, o satisfacción y compensación. Es una guerra que no acaba, en la que no cabe la tregua, y a la que me veo interpelada en mis viajes de tren.
Hay veces, sin embargo, que no quiero. Que empiezo a desnudar esas ásperas cuerdas y me atasco. La obstinación me hace daño, me hace sangrar al manipular esos nudos de forma cabezota y tal vez según procedimientos equivocados. Quiero abandonar el asalto pero la fuerza con la que se me llama a las filas es irrevocable. Es entonces cuando construyo mis substerfugios mentales. Es entonces cuando huyo.
Hace un momento estaba plenamente concentrada en la imagen de la ventana, con el fin de invertir el movimiento: es mi vagón el que está quieto, y son las colinas de los valles las que como un fluido espeso se mueven, haciendo zarandear el tren. Las carreteras, los árboles, los edificios, las alambradas. Todo se ve arrastrado por esta corriente inexplicable que empuja las colinas. Y yo, desde esta posición siempre fija, contemplo este fenómeno antinatural tan hechizante. Lo hago real. Lo siento de forma verdadera. ¡Las colinas nos arrollan!
Para poder descubrir este fenómeno suelen ser necesarios largos minutos para reinterpretar lo que se ve; tomar distancia, desenmascarar el engaño de los sentidos. A veces, tomar un poco más de distancia con respecto a la ventana y fijar la vista en el horizonte. Las vías pueden ser una peligrosa distracción en el proceso. Poco a poco, sientes la estabilidad de tu posición. La quietud del vagón. Una parte de ti se queja: «Oye, ¡que así no vamos a llegar nunca! ¡Deja de hacer tonterías y haz que esto vuelva a moverse!» Pero hago caso omiso y contemplo cómo la corteza se traslada frente a mis ojos.
De esta manera rehuyo la batalla del pensar. A veces durante una hora. Quiero dejar de pensar.
No es mi único subterfugio. Tengo decenas. Soy algo cobarde y colecciono escondites. De los que más disfruto pertenecen a la misma especie, la de la dislocación o relación entre movimientos.
Ir por las calles y sincronizar a tiempo real la posición de todos los vehículos que circulan en la carretera y sus relaciones geométricas. Cómo unos giran la rotonda mientras otros vienen, van, esperan, se desvían, aceleran. También trasladarme a una ciudad con puerto. Oir las gaviotas y saber que un par de calles más allá se mece el mar, al que en ocasiones también puedo oír. O trasladar la ciudad a una cordillera montañosa y sentir la presión de la altitud, la densidad del aire. E incluso vislumbrar algunos picos.
Otro subterfugio, escribir. Comenzar y dejar que una palabra tras otra describa el mismo momento en que escribo, como una derivada que se prolonga al infinito. Escribir cosas pasadas, cosas ficticias, sin que las palabras ofrezcan ninguna resistencia. Palabras ofrecidas por el paisaje cambiante que veo tras la ventana.