LA MÚSICA QUE NO ME ENSEÑARON | María Valverde / Valgreen | TEDxLeon

La música se enseña mal en los colegios, y esto genera muchos problemas. Entre ellos, ¿sabemos escuchar música? ¿Es la música un lenguaje universal? Hoy os lo cuento al piano con mucho humor.

«Os voy a presentar lo que en España es la llave para conocer los misterios de la música. La herramienta pedagógica más poderosa. El instrumento por excelencia. ¡Una flauta! ¡De plástico!»

«¿Quién pensó que podía ser una buena idea? Esta herramienta pedagógica infame, traumatiza a los niños, vuelve sordos a los padres y muchas personas finalizan su enseñanza obligatoria sin haber vivido una experiencia musical satisfactoria.»

«Esta educación deficiente es el oscuro porqué de muchas preguntas:

  • ¿por qué es necesario reinventar y actualizar la educación musical? Que, afortunadamente, algunos ya lo están haciendo.
  • ¿es necesario probar nuevos formatos de concierto? 

«Pero de entre todas estas, hay una cuestión que verdaderamente me hace sufrir. Que me quita el sueño. Y quiero ejemplificarla con esta pieza:»

[…]

«Hay música que pega con ciertas situaciones porque tiene un componente primitivo e intuitivo que todos entendemos. Cuando uno está alegre o inquieto tiende a hablar más rápido, en tonos más agudos. Sin embargo el cansancio o la tristeza nos puede llevar a lo lento y a lo grave. Por eso, hay quien dice que la música es un lenguaje universal.»

«Pero. PERO. La música también está construida. Hay técnicas de construcción, de acotación de las palabras, de longitud de las frases y su relación entre ellas; tal y como si fuera un texto leído. Y es eso lo más apasionante para mí, desvelar esos fundamentos de construcción musical.»

[…]

«Este mundo, el de la música entendida como texto o algo construido, nos engancha como oyentes, nos aleja de las gambas de la cena de Navidad y nos revela cuándo algo es una burla, un chiste, un giro argumental, una moraleja, etcétera, etcétera. ¡Tantas cosas como seamos capaces de imaginar!»

«Ahora está en vuestra mano el poner atención en aquello que escucháis, para, con el tiempo. seguir acogiendo la música en vuestro corazón, pero, esta vez, con todos sus infinitos significados”.

🍀 MUCHAS GRACIAS 🍀

Anuncio publicitario

Una amenaza

En un día de niebla como este todo parece no tener fin. El mar se extiende más allá del horizonte y las luces de los faros penden de hilos espectrales, vigilando el vago movimiento de las pequeñas embarcaciones que no han sido engullidas por la niebla. De entre todos los elementos destaca una silueta imprecisa que a lo lejos se aproxima recorriendo el paseo marítimo. Poco a poco el contorno se define y la situación se declara.

Cual intrépido equilibrista, un infante avanza con pequeños y torpes pasos sobre un muro que separa las aguas turbias con la terquedad de la roca. Mira a sus pies con concentración y tararea sonidos rítmicos al tiempo que el resonar de sus pisaditas se pierde en la niebla. Con cada mano sujeta los índices de su acompañante, que con ternura y paciencia le anima a continuar aquella aventura.

La marcha infantil se ha detenido después de un rato, y el niño permanece de pie con mirada inquisidora al horizonte. De entre lo poco que puede apreciar, llama su atención un lucero marchito y naranja. Parece un huevo. Un enorme huevo cubierto de escamas relucientes a pesar la turbiedad del cielo. Algún día eclosionaría, ¿y qué saldría de él?

Escondites

Miro tras la ventana con terca obstinación. En silencio y rígida concentración. De repente, un estruendoso y espectral aviso por megafonía disipa toda la intensidad de mi pensamiento. Un fallo en los altavoces hace que difícilmente se distinga el nombre de la estación a la que el tren está por llegar. Las palabras naufragan en un abusivo mar de ruido blanco que hace que todos los asépticos pasajeros nos removamos a disgusto en los sillones. Este gesto destella como un fugaz instante de sentimiento colectivo, porque el resto del trayecto cada uno ha andado ensimismado con lo suyo. Se cuenta, a veces con amargura, que antes se hablaba con desconocidos en los vagones. Yo recuerdo así los trenes desde que los uso, pulcros y silenciosos. Y aunque alguna vez he conocido a personas dispares y maravillosas en mis viajes, me confieso culpable de disfrutar de esta atmósfera aséptica, casi como la cautelosa y desinfectante de un hospital. No sé si es algo sano; hace ya años desde que asumí que nos ha tocado vivir una sobredosis tecnológica y solipsista. Tal vez para vacunarnos para años que vienen. Tal vez para cambiar nuestro estilo de vida para siempre.

En esta nueva distopía, aprovecho el extraño aislamiento social del vagón para mirar por la ventana, tal y como estaba haciendo absorta hace un momento, hasta la interrupción de la megafonía. La velocidad a la que las colinas ondean invitan a mi pensamiento a correr y volar mientras mi cuerpo reposa. Así, suelo enredarme una y otra vez en rudas redes de pensamientos que una vez sí, y la otra también, me amordazan y oprimen, al tratar de encontrarles una solución o porvenir. Deambulo atontada por callejones sin salida diseñados por mis contradicciones. Pero sigo y sigo envalentonada bajo la vigilante mirada del sol, que me ve pasar a toda velocidad a través de los valles.
Son frecuentemente horas de batalla. De depresión y angustia, o satisfacción y compensación. Es una guerra que no acaba, en la que no cabe la tregua, y a la que me veo interpelada en mis viajes de tren.

Hay veces, sin embargo, que no quiero. Que empiezo a desnudar esas ásperas cuerdas y me atasco. La obstinación me hace daño, me hace sangrar al manipular esos nudos de forma cabezota y tal vez según procedimientos equivocados. Quiero abandonar el asalto pero la fuerza con la que se me llama a las filas es irrevocable. Es entonces cuando construyo mis substerfugios mentales. Es entonces cuando huyo.

Hace un momento estaba plenamente concentrada en la imagen de la ventana, con el fin de invertir el movimiento: es mi vagón el que está quieto, y son las colinas de los valles las que como un fluido espeso se mueven, haciendo zarandear el tren. Las carreteras, los árboles, los edificios, las alambradas. Todo se ve arrastrado por esta corriente inexplicable que empuja las colinas. Y yo, desde esta posición siempre fija, contemplo este fenómeno antinatural tan hechizante. Lo hago real. Lo siento de forma verdadera. ¡Las colinas nos arrollan!

Para poder descubrir este fenómeno suelen ser necesarios largos minutos para reinterpretar lo que se ve; tomar distancia, desenmascarar el engaño de los sentidos. A veces, tomar un poco más de distancia con respecto a la ventana y fijar la vista en el horizonte. Las vías pueden ser una peligrosa distracción en el proceso. Poco a poco, sientes la estabilidad de tu posición. La quietud del vagón. Una parte de ti se queja: «Oye, ¡que así no vamos a llegar nunca! ¡Deja de hacer tonterías y haz que esto vuelva a moverse!» Pero hago caso omiso y contemplo cómo la corteza se traslada frente a mis ojos.

De esta manera rehuyo la batalla del pensar. A veces durante una hora. Quiero dejar de pensar.

No es mi único subterfugio. Tengo decenas. Soy algo cobarde y colecciono escondites. De los que más disfruto pertenecen a la misma especie, la de la dislocación o relación entre movimientos.

Ir por las calles y sincronizar a tiempo real la posición de todos los vehículos que circulan en la carretera y sus relaciones geométricas. Cómo unos giran la rotonda mientras otros vienen, van, esperan, se desvían, aceleran. También trasladarme a una ciudad con puerto. Oir las gaviotas y saber que un par de calles más allá se mece el mar, al que en ocasiones también puedo oír. O trasladar la ciudad a una cordillera montañosa y sentir la presión de la altitud, la densidad del aire. E incluso vislumbrar algunos picos.

Otro subterfugio, escribir. Comenzar y dejar que una palabra tras otra describa el mismo momento en que escribo, como una derivada que se prolonga al infinito. Escribir cosas pasadas, cosas ficticias, sin que las palabras ofrezcan ninguna resistencia. Palabras ofrecidas por el paisaje cambiante que veo tras la ventana.

Confesando recapitulaciones:

Lo mío siempre fueron la literatura y las matemáticas. El piano no era más que un ejercicio de disciplina. Modestamente, no me avergüenza confesar que en aquel entonces lo único por lo que me gustaba tocar el piano era por la admiración que podía despertar en el resto. Estudiar piano no se trataba para mí de nada más que un ejercicio de coordinación muscular. Escuchar música me gustaba, pero tocarla significaba dejar de oírse a sí mismo y confiar en la opinión sincera del que hubiera escuchado. El balance realista de un músico profesional estimaba que sería de unas 400 horas de práctica para 1 o 2 de disfrute o satisfacción. Nunca entendí cómo a alguien le podría gustar dedicarse a eso toda su vida.

Lo mío era la literatura. Varios libros al día. Cuando los terminaba, los releía hasta que me compraran más. A cualquier hora del día, de cualquier género, durante tantas horas como fuera posible. Parando para comer y para dormir. El colmo fue que mis profes de lengua y literatura se cabrearan conmigo por leer durante sus propias clases. Los que me conozcan de hace tiempo lo recordarán bien, yo vivía imaginando cosas irreales. Lo que ocurría a mi alrededor era tan distante… Comúnmente hablando, yo era una chica empanadísima muy particular.

Lo mío eran las matemáticas. Me parecía entretenidísimo adquirir herramientas nuevas para luego poder emplearlas como yo quisiera. Eran un ejercicio de ingenio creativo. Primero las sumas, las divisiones, las derivadas, las integrales, las matrices,… Y cada aplicación que me enseñaban era algo nuevo con lo que jugar; el álgebra, la geometría,… Al final, te daban un problema y tú eras libre de emplear esas herramientas para resolverlo como quisieras.

Tocar el piano nunca me gustó. Y ni siquiera tuve claro que se me diera bien, porque solía equivocarme mucho y con torpeza. Era impaciente y sólo quería aprender las cosas rápido y como fueran. A la que más le gustaba que tocara el piano era a mi madre, que tampoco entendía que mi media horaria de estudio fuera 30 minutos a la semana, que no me quedara abstraída en lo que hacía, que no me exigiera más a mí misma. Me habían enseñado cuándo y cómo mover los dedos, porque la labor de escuchar era exclusiva del oyente. Me decían que mi punto fuerte era el timing: las respiraciones, los finales, las interrupciones, los calderones,… La agógica en general. Y viéndolo con perspectiva, no me parece un disparate (aunque suene a chiste) que fuera mismamente porque era el único momento en que no estaba tocando y podía pararme a escuchar. Durante una frase musical, cualquiera podría saber mejor que yo qué era lo que estaba sonando. Me encantaba cantar; cantar segundas voces, cantar en canon, cantar con la guitarra, cantar en silencio. Para cantar es necesario escuchar lo que suena, porque si no la afinación no es posible. ¡Y afinar me producía una sensación maravillosa! Pero claro, en el piano afinar es un sinsentido, todos lo sabemos. Sólo hay que accionar un mecanismo.

Si alguien me hubiera dicho que tocar el piano reunía en verdad lo más bonito de todas estas cosas, no le hubiera creído. Sin embargo, por insistencia maternal ahí llegué yo, al superior de Salamanca, sin saber qué esperar muy bien de la vida. Mis primeros años con Patrín, mi profesora, fueron un enorme descubrimiento.

  • El relato está incompleto. Se siguen estos apuntes:

Cuando ella me pidió que afinara con precisión me di cuenta de que el sonido también se afina con el balance y con el tipo de ataque. Y para regular aquello era necesario escuchar la realidad sonora. Si no, acertar es como lanzar una moneda al aire.

Còmo diría ella, muchas veces viene bien hacer el ejercicio inverso. Describir con tanta precisión aquello que oyes hasta que llegues al punto en que las palabras dejen de ser suficientes.

Las palabras son una estupidez.

Para qué palabras.

Para qué la gente quiere palabras. Qué ventaja tienen. No encuentro ninguna.

No fue consciente, pero me enamoré primero de los números, y luego de la música. Ninguna de las dos artes necesita palabras. Simplemente hablan de sí mismas y de lo que les rodea. De forma abstracta pero sin dar lugar a ningún error. Siempre honestas y siempre verdaderas.

Y me alegro, porque me vuelvo a las palabras y ahora todas me parecen tontas. Estúpidas. Ridículas. ¿Cómo pretendemos entendernos con este invento tan tonto y extraordinariamente complejo a su vez? Las uso con desgana y desilusión, sabiendo que quien quiere entenderme no necesita palabras, y quien no quiere, tampoco las necesita. El resultado lógico es evidente. Las palabras no sirven para nada.

¿Que de dónde viene este rencor? ¿Que qué me han hecho ellas a mí? Se apoderan constantemente de mis ideas y las comunican sólo a placer de quien las recibe. No me sirven a mí. Les sirven a los demás en un acto de falsedad. No es casualidad que cada vez la exposición a internet me genere más rechazo, si no pánico. Sé que aquellas palabras que yo publique sólo serán una traición a mi pensamiento, armas para aquel que quiera hacer daño. Dejar a mis propias palabras vagar a su libre albedrío por internet es como contratar sicarios para acabar conmigo misma, es un acto suicida y autodestructivo. Además, quien quiere saber lo que pienso raramente necesita palabras.

Sin embargo, aquí se presenta un fenómeno interesante. Me gusta leerlas y escucharlas. Me produce un inmenso placer. Y el disfrute que me generan en manos de un buen orador es, al igual que las matemáticas o la música, totalmente indescriptible por las mismas palabras. ¿Por qué? Porque quien las usa, y a la contra de lo que intuitivamente se podría pensar, se transforma en una persona vulnerable, y en ese momento de vulnerabilidad ajena puedo observar con tranquilidad ese fenómeno móvil e infinito que es la comunicación. Cómo las palabras se adhieren a mi pensar, lo sorprenden, lo escandalizan; apelan a mis sentimientos y luego a la razón, que ya se sabe que siempre va más despacio; y luego puedo volver ese mosaico a la persona que dijo esas palabras. Y comparo ambos reflejos, me pregunto por su correspondencia. Qué dijo, qué quiso decir. De dónde vienen estas ideas y cómo eran antes de ser burdamente descritas mediante palabras. Cuánto espacio a la sugestión hay en este fragmento. Qué tipo de personalidad ennudó, atrapó, enfiló, o acarició, educó y enlazó estas palabras. Están endulzadas o son agrias; hay cocción en su elaboración o son frescas como la fruta.

Y, sin darme cuenta, tonta de mí, vuelvo a confiar en las palabras. Me reconcilio, entono el mea culpa y prometo que jamás volverá a ocurrir. Que ni un desliz y malentendido más. Me sincero conmigo misma y me recuerdo que en realidad mi primer amor y compañero fue la literatura. Sin embargo, no pasa mucho tiempo hasta que viene otra traición, y otra, y otra, en una relación tóxica de la que no puedo escapar. Porque, ¿qué seríamos sin las palabras?

¿Qué sería yo sin las palabras?

Prejuicios y osos pardos

Una anotación a modo de silogismo deductivo, o algo parecido.

Si en medio de una selva forestal tencuentras a un oso pardo, probablemente te falte tiempo para pensar «va destrozarme y aderezarme alegremente con el polvo de mis huesos fracturados» y salir por patas.
Si a mí me dicen «María, tengo audición de chelo mañana, toco un concierto clásico de Boccherini, ¿me acompañas?», probablemente le diga que sí, porque por todo músico experimentado es sabido que generalmente puedes acompañar, sin haberlo estudiado, un concierto clásico y ojear Twitter al mismo tiempo.

Todo esto son pensamientos e ideas que se generan de algo que no hemos juzgado todavía, es decir, un prejuicio. «Pre» de antes, y «juicio» de alguna palabra latina seguro, como todas en esta vida, oiga.

Los prejuicios no son malos en sí mismos. Nos ayudan a actuar y a tomar decisiones. Un prejuicio puede ser terrible cuando se petrifica en axiomas incuestionables. No debe de ser nunca más que una herramienta para vivir, para interactuar en nuestro día de forma coherente con lo que hemos experimentado que es estadísticamente más lógico y frecuente. Basar nuestros principios y proyectos de vida en prejuicios no creo que sea una buena idea.

Si sigo, bajo tu escrutante mirada, observando las palabras y su significado de forma desapasionada, cualquier minoría no es más que algo estadísticamente menos frecuente.

Yo, como parte del colectivo minoritario de gente que no ha visto los Simpsons, he sufrido múltiples veces el abochorno de responder de forma incoherente, inadecuada o improcedente a referencias de dicha serie de animación. Es cierto que no se tiene por qué saber que no conozco esa serie, ya que lo normal es prejuzgar que una amplia mayoría de los de mi generación conoce sus bromas. Pero eso no deja de ser un estorbo en mi integración social, amoavéh.

Tal vez me sentiría menos atacada si sólo en los círculos o foros de aficionados se intercambiaran esos guiños al guión. Aunque si yo recurro a mis prejuicios en mi día a día tal vez no sería justo privar a otros de los suyos. Además, prejuzgar es un acto inconsciente, es un acto reflejo, es instantáneo, ocurre en nuestro propio pensamiento. Tal vez debería tratar de mutilar todos esos pensamientos reflejos para ser mejor persona y no perturbar la integración social de ninguno. Tal vez es mejor callar. Y si no pienso nada probablemente no hiera a nadie. Es más, para qué vivir. Vivir significa generar y tener problemas. Tal vESPERA UN MOMENTO. Pero qué has hecho de un momento a otro. Qué clase de giro intensito y melodramático es este, de una línea a la siguiente. Debería darte vergüenza.

Pues yo creo que no me falta razón.

No seas perniciosa. Sabes que no todo es de esa forma, ni tan blanco ni tan negro. Además, estos debates tan serios sobre la libertad, la responsabilidad y el altruismo de cada uno no se pueden tratar así, con osos pardos. Qué poca seriedad.

¡Y qué prejuicioso!

Oda al bloc de notas del móvil.

A continuación va ustéh a leer unas líneas de prosa postmodernista.
No me hago responsable de los posibles efectos adversos.

 

¡Oh, bloc de notas del móvil!

Tú que todo lo recoges;
entre información relevante o trivial no haces distinción,
eres como la muerte pero en plan bien.
Punto.

Te transferimos los datos que no queremos olvidar,
pero al final nunca sabemos que significado pretendes guardar:
nombres, números, direcciones.
Su fin y su función ya se han perdido.
Pero daiguáh, al final nosotros nunca borramos nada
porque no vaya a ser que sea súper importante y me acuerde luego.
¡Menuda faena, ¿no?!
Así que luego ya si eso ya yo ya lo borraré.
Tranquilidad.
Amoh a calmarno.
Punto.

Y así es como la cifra de notas asciende
cuales facturas sin pagar.
Alcanzas la decena, el centenar y el millar.
Y claro, entonces nosotros nos preguntamos
que cómo mierdas vamos a borrar ya tanta cosa.
Que ya es tarde y no hay vuelta atrás.
Hasta que finalmente
cambiamos de móvil sin guardar los datos del bloc.
Y nos damos cuenta
de que enverdáh tampoco los echamos en falta.

Pero apuntamos esto, porque no vaya a ser…

Sistematizaciones del día a día – I

Voy a desarrollar un teorema cuyo título ya pensaré que tratará las distintas fases del proceso sensitivo receptor a la hora de acomodarte en un césped.

Primero, eres incapaz de percibir nada más allá del tacto y color de lo herbáceo, por más que te empeñes en buscar imperfecciones.
Después, una vez te has sentado, comienzas a apreciar aquellos factores adversos que te hubiera gustado haber detectado antes, ya sea materia orgánica o inorgánica, generalmente mierda.
Finalmente, la vida. La vista comienza a detectar sistemáticamente todos los micromovimientos que hacen ahora del cuadro una ilusión óptica de contornos danzantes.

Estos apartados han sido elaborados gracias al método científico y a pruebas tomadas y vividas en céspedes españoles y alemanes. Procuraré adjuntar un anexo algún día del infinito.

Conjeturas poéticas III

Al final de la barra de un bar se aquejaba un anciano, jarra en mano:
-Lamentable es la raza humana. Ya van tres revoluciones y no conseguimos nada, sólo caemos con torpeza donde todo se iniciaba.

Tras meditar un momento, asentí y dije al tiempo:
-Son las leyes naturales;

una revolución, por definición, no es más que un movimiento. Un simple recorrido que se deforma al avanzar, hasta finalmente acabar en su punto de partida.

El tiempo a la deriva

Un barco sin estrella polar navegaba en medio del océano.
El navegante consultó su brújula, pero ésta había perdido el norte y no sabía adónde mirar.

Preocupado y atemorizado, comenzó a sumergirse en meditaciones para tratar de definir una ruta. Alrededor de los mapas danzaba mirando al suelo, manos tras la espalda y fruncido el ceño; alguien le dijo alguna vez que así se piensa mejor.
Cada vez más devastado se sentó con abatimiento, y paralizado todo él, vio salir a través de sus ojos sus sueños en forma de miel.

Por ir a un paraje exótico navegaría sin temor, pero veía entonces brillar a lo lejos los edificios londinenses y extrañaba el bullicioso reír de un elegante bar ocioso. Era el «chin-chin» de las copas el que lo crispaba al saber que si a eso accedía jamás nunca gustaría de una travesía pirata y la libertad de su oleaje. Pero más si cabe su dolor se acrecentaba cuando en sueños visualizaba la paleta del follaje y la fauna arco-iris que en vida perdería si, parche en un ojo, navegaba mar adentro.

Así, muy poco a poco, entre ronquido y suspiro iba saltando de fantasía en fantasía, desgarrándose cada vez más y manchando de sangre y voluntad cohibida los más utópicos lugares de su ensoñación. Y es que tenía miedo del tiempo que no tenía, de las sensaciones que no saborearía, de las vidas que no respiraría. Estaba ante un banquete que le sería apartado en cuanto su estómago hubiere saciado; por no errar en su decisión nada tocó, ni probó, ni gustó.

La sombra se hizo mayor, las aguas pudrieron los maderos, las velas el viento desgastó;
y entre lágrimas de desconsuelo fue engullido y en el limbo de la anhedonia fue sepultado.

 

«Existir aquí y ahora significa perder la posibilidad de ser otras innumerables personalidades potenciales» – Hayao Miyazaki